(Esta nota que publiqué en EL VENEZOLANO hace unos cuantos meses, hoy la deseo compartir de nuevo con ustedes en un desahogo nostálgico que a veces me toma por sorpresa)
Una
de las cosas que más le agradezco a mi padre, es haber elegido a Venezuela como
el destino de sus sueños… de sus esperanzas.
Como ese pedazo de tierra bendita que algún día se habría de convertir
en mi país...en mi patria…en mi lucha.
Cuando
él llegó al viejo Puerto de la Guaira, y bajó con un par de maletas más llenas
de miedo que de ropa, sus pasos apenas atinaban a recorrer los salados y
resbaladizos pasillos salpicados por un nuevo mar. Así, sin darse cuenta, el Mediterráneo
comenzaba a ser parte del pasado, y las olas del Caribe siempre en fiesta, le
dieron la más cálida bienvenida a ese español que decidió convertirse en Musiú
en tierras americanas.
Venezuela,
para los europeos de entonces, era una buena forma de plantearse el futuro. Un
espacio para trabajar y poder pensar en echar raíces. Era, en resumidas cuentas, la oportunidad de demostrar todo tipo de
talento ante la posibilidad de construir un país que desde ese instante, se
convertiría en la casa donde todos cabían...vinieran de donde vinieran.
Cuando
mi viejo, cumpliendo al pie de la letra su rol de inmigrante, dejó atrás la taquilla
donde le sellaron la tan anhelada legalidad, frunció el ceño como si aquello
fuese suficiente para amansar los brillos de tan furioso sol, y con todos los nervios a cuestas pisó tierra
firme en medio de la generosidad de un pueblo que jamás ofendió su condición de
extranjero.
Esa
Venezuela que comenzaba a construirse con gente como mi padre, estaba a las
puertas de una democracia que muy pronto se abriría para estrenar los
horizontes de paz y libertad que ya entonces alcanzaban a verse.
Primero fue mi padre, probando suerte…Luego
vendría mi madre, siguiendo al amor de su vida…y luego, mi hermano…y luego yo,
ambos orgullosos de ser venezolanos, hijos de ese par de “gallegos” a quienes
un día se les ocurrió que mudarse de continente era una buena idea, con todo y
la incertidumbre que navegó durante tantos días con cada uno de ellos a bordo
de un futuro tan confuso como misterioso.
Pero
la realidad, es que había muy poco de qué preocuparse.
Un
país donde las plantas podían nacer entre las grietas de las aceras y de los
muros, no podía ser un mal país…
Un país donde los vecinos se asomaban por la
ventana para ponerse a la orden incluso antes de presentarse, no podía ser un
mal país…
Un país donde la gente le daba gracias a Dios
igual cuando las cosas le salían bien que cuando le salían mal, no podía ser un
mal país.
Pasó
algún tiempo, y Venezuela comenzó entonces a ser un papagayo que volaba
altísimo, y aquella Caracas fresca y gentil le dio cobijo inmediato a los esfuerzos de mi
padre, que levantaba familia en la nunca mejor bautizada “sucursal del
cielo”.
Con
los años, logró comprarse su casa, con matas de mango y de cambur. Una casa
rociada con los aromas del Avila y tan acogedora que aún hoy la extraño con
pasión.
Recuerdo
los anaranjados ocasos que cada tarde se colaban por las ventanas de la cocina. ¡Qué privilegio de país aquel que comenzaba a
dibujar las paredes y el techo de mis mañanas!
Los
sacrificios de mi padre y de mi madre se convertían tan rápido en felicidad,
que resultaba imposible conservar malos momentos en el baúl de los recuerdos.
Por
eso, cuando hoy me preguntan acerca de Venezuela, respiro unos segundos para
separar al país político de mi patria amada, y comienzo a hablar de sus playas,
de sus grandes ciudades, de su Salto Angel y sus Tepuyes…
Y hasta busco en Google referencias que
confirmen que aquello que cuento, a pesar de sonar exagerado, realmente no lo
es, y que por el contrario, me quedo corto.
Entonces,
en algunos fragmentos de mi recorrido narrativo, la voz se me pierde unos
instantes porque no sabe cómo salir ante aquel nudo de nostalgia que se me hace
en la garganta.
De
inmediato continúo con todo mi orgullo, y recuerdo casi con detalles aquel familiar
viaje por tierra que mi viejo organizó para recorrer todo el país y conocerlo
al detalle, a bordo de un Camaro RS del 69 que él amaba profundamente. En ese
instante, visitan mi mente el Pico
Bolívar, los Médanos de Coro, los Llanos, la Isla de Margarita…
Y
de nuevo la voz se entrecorta por la misma razón que las veces anteriores.
Sólo que ahora me quedo pensando en la
distancia que me separa de aquella tierra de gracia, y una rabia incontenible se
me alborota entre la impotencia y la indignación.
¿En
qué momento, ese papagayo que volaba altísimo se nos escapó de las manos tras
la tormenta?
¿En
qué momento lo vimos perderse tras los caprichosos empujones de un viento descontrolado, hasta estrellarse contra
las ramas espinosas de aquel árbol rojizo y enfermo?
Si
mi padre hubiera vivido para verlo, igual habría muerto de tristeza, al ver
cómo la tierra que lo recibió con los honores de la sinceridad y la franqueza,
se terminó convirtiendo en un gran rancho inhóspito, lleno de odio y rencores
trasnochados, que sólo abre sus puertas para dejar salir a todos aquellos que decidimos
irnos con nuestra dignidad embalada y nuestra tristeza en los bolsillos .
Por
la memoria de mi viejo, quien supo llevar con gallardía y sin complejos su
título de “sudaca”, voy a seguir disparando mis letras hasta que Venezuela
vuelva a ser la casa de mis mañanas y la patria de mis hijos…¡Lo juro!
Berga compatriota y hermano, que bello y evocador este hermoso narrativo tuyo, realmente sabes expresar y hacer sentir tus emociones en tu fina prosa... Mis Felicitaciones sinceras querido amigo.
ResponderEliminarLuisin
Eduardo, no te conozco te encontré en reseñado en una sección de Facebook, pero leí ésta evocación que haces de Venezuela en la que muchos nos vemos reflejados. Quisiera, si así lo consideras, hicieras una reflexión sobre el tema de la identidad. Venezuela sigue teniendo esa naturaleza de la que hablas, exuberante, pero su habitantes viven en el país, como extranjeros,(extraños)y de esos polvos estos lodos,somos todos corresponsables de esta situación.
ResponderEliminarLa Añoranzas las he tenido, pero seguramente tus padres lucharían, pues ésta fue la patria elegida. Un abrazo Nota: Busca las reflexiones de Arturo Uslar Pietri sobre la identidad y comprenderas, la razón por la que estamos así y porque a tu papá no le importaba que lo llamaran sudaca.