La campaña electoral en Venezuela nació con el calor de la
recta final.
Desde sus inicios, e incluso antes, los dos candidatos han
demarcado su terreno y su estilo de comunicación, dejando (para mí) muy clara
la opción que realmente le conviene al país.
Capriles, por un lado, con una insistencia temática que se
fundamenta en la inclusión y en la idea de un país único, donde nacer, vivir o
trabajar en él es suficiente requisito y condición para denominarse
“venezolano”.
Chávez, por el otro, con la firme convicción de que el
insulto y el descrédito sistematizado
representan la fórmula para lograr renovar su contrato laboral en Miraflores.
Lo cierto es que el dictador pasó de moda porque jamás
cambió su discurso…
Porque sin darse cuenta se convirtió varias veces en el
“gobierno anterior”, y por lo tanto, se quedó sin nadie (que no él) a quien
echarle la culpa de la ineficacia de la “actual administración”.
Pero lo que más ha enmudecido al candidato oficialista, dado
el suicidio colectivo de sus deprimidas excusas, es que tampoco halla cómo
hacerse creíble en sus derrotados intentos por hacer promesas durante otros
seis años.
La incredulidad del pueblo superó con creces a sus
expectativas, y la pasión por la figura de
aquel líder casi espiritual que hablaba en nombre del retrógrado y desauciado
comunismo, se transformó en duda…en desesperanza…en reproche.
El dictador, a diferencia de su contrincante, es la
humanización de todos los vicios a que incita el poder exacerbado.
El dictador, a
diferencia de su oponente, cayó en la emboscada de en un tiempo
“desconjugado”, sin salida, sin
certezas…sin aplausos, sin victoria.
Aunque algunas encuestas (más fundamentadas en la ficción
que en la ciencia) aseguren en sus tambaleantes cifras un triunfo irreversible
del oficialismo, la realidad es que el pueblo se agotó de tanta mentira
disfrazada de compromiso y de tanta burla disfrazada de bolivarianismo.
El pueblo, muy lejos de pretender degustar los vestigios de un
excremento verbalizado, comenzó a perderle el miedo a la amenaza solapada o
explícita, y hoy ve como parte de un paisaje desolador esos desactualizados
gestos de violencia con que se vendió el dictador cuando aún podía caminar más
de tres pasos seguidos sin requerir del auxilio de alguno de sus esbirros.
Ahí están las dos Venezuelas que esperan por nuestra
decisión el 7 de octubre:
la renovada, que busca una oportunidad de esperanza más
factible que nunca, y la obsoleta, que reposando en su inoperancia pretende
continuar con este desastre a punto de caducidad.
¿Puede existir alguna duda acerca de cuál es la opción que
TODOS queremos?
No lo creo.
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